martes, marzo 21, 2006

Poesía, poder y utopía




Muchas son las cosas que le debemos a Platón. La prolongada discusión acerca de la belleza, el sustrato filosófico del discurso amoroso, las maquinaciones contra la sociedad abierta de las que habla Kart Popper(1) y la invención de Sócrates, el primer personaje novelesco. Pero entre los temas que nos refieren sus obras, hay dos fundamentales que todavía nos ocupan: el asunto de las difíciles relaciones del escritor con el Poder y el asunto de la Utopía.
Como sabemos, Platón excluye al poeta de la República por falsificador, en tanto que la especulación de su arte propone la creación de entidades que son reflejos de la realidad, que a su vez es manifestación tangible de la Idea. En su constante creación de espejos (que es lo que quiere decir especular) esa representación a la doble potencia hace burla del ejercicio del pensamiento filosófico y corrompe la pureza de la Idea. A pesar de esto y desde entonces, el escritor ha variado sus maneras de relacionarse con el Estado. Durante siglos, el poeta cantaba al Príncipe o desde sus salones. A partir del ocaso del Príncipe, como bien lo supo Baudelaire, los productos estéticos del poeta comenzaron a ser una mercancía más, que debía competir en igualdad de condiciones con el resto. Ese sentimiento que atraviesa toda la modernidad es la verdadera exclusión de la República. Es ésa la llama que ilumina al movimiento romántico, que supo convertir al arte en sucedáneo del inmenso hueco que dejó en el alma de Occidente la muerte del sentido religioso que la sociedad premoderna supo calmar, en la misma medida en que la muerte histórica del Príncipe significaba la muerte de Dios en la Tierra. Que no otra cosa es la discusión de la filosofía en la modernidad, a saber, el desplazamiento del sentido ontológico hacia la estética, con el agravante de que los artistas, más preocupados por la abstracción, convirtieron el ejercicio cotidiano del arte en meras muestras de la búsqueda de ese Absoluto. Los innumerables manifiestos que leímos con fruición hasta casi finalizar el siglo XX son su herencia: programas que el romanticismo nos regaló, en busca de la belleza abstracta a cuyo arbitrio debían someterse los objetos estéticos concretos.
El romanticismo, lo sabemos gracias a Isaiah Berlin(2), tiene sus raíces en el pietismo, una respuesta alemana a la Ilustración, pura racionalidad filosófica ante el ocaso de los dioses. El romanticismo es la exaltación del espíritu individualista y del idealismo, del ansia de libertad, de la angustia metafísica, de la evasión y del nacionalismo. Ante la muerte de los valores absolutos de la estética clásica y ante el fortalecimiento de los idiomas nacionales en Europa, el espíritu romántico nacionalizó la reflexión acerca del arte, tomando dos direcciones opuestas: una conservadora, expresada en la nostalgia por los antiguos valores (como en España, por la monarquía, la defensa de la religión y el rescate de los ideales caballerescos), y la otra liberal, expresada en la rebelión frente al antiguo régimen (como en Francia, con su apuesta por el republicanismo, el anticlericalismo y la exaltación de los ideales democráticos). Ambas posturas se expresan abiertamente en la América del siglo XIX, en pleno proceso de la formación de los proyectos nacionales.
El romanticismo es la continuación en clave moderna de la propuesta platónica acerca de la Utopía, entendida ahora como el sitio a donde se puede regresar o hacia donde debemos dirigirnos. Ante la desaparición de todo sucedáneo de la República Ideal, la Utopía está relacionada con el pasado o con el futuro, nunca con el presente. Metafísica al fin, la Utopía huye de la realidad en la misma medida en que la Estética huye de los objetos artísticos. Habla del futuro de la humanidad, no de los hombres reales del presente. Propone el rescate del proyecto, de la Idea, en detrimento de los fulgores cotidianos. La Utopía es el refugio romántico ante la pérdida del sentido de lo sagrado, es el remake de la metafísica en clave racional.
En nuestro continente, el romanticismo tiene que ver no ya con el fortalecimiento de la lengua, sino con el nacimiento de las nacionalidades, como queda dicho. Son románticos nuestros proyectos nacionales, nuestra guerra de independencia, el tamaño marmóreo de los héroes, atravesados de pecho a espalda por las meditaciones acerca de la Utopía que en la modernidad arrancan con Rousseau y que todavía consiguen pasto para sus llamas. Es romántica nuestra literatura épica, el costumbrismo y el criollismo. Somos románticos sin querer saberlo, atareados como estamos en buscar familiaridades estéticas con horizontes culturales que no nos pertenecen. Por eso hay que ser prudentes cuando se afirma que Andrés Bello es un poeta neoclásico. No puede serlo en puridad quien describió los colores y la fibra de nuestra zona tórrida. No puede serlo quien nacionalizó nuestra poesía, cuando la increpa en los versos tiempo es que dejes ya la culta Europa, que tu nativa rustiquez desama. No puede serlo quien planteó en el prólogo de su Gramática para uso de los americanos la necesidad de cuidar el castellano de América, ante el riesgo de repetir la historia de la decadencia del latín y la posterior caída de Roma.
En los tiempos que corren, los conservadores y liberales románticos no vacilan en proclamar sus relaciones con el Poder y su pasión por la Utopía. Viven su fascinación por Siracusa(3), repitiendo en sus postraciones y aplausos la historia de las visitas de Platón al tirano Dionisio. Ante la angustia existencial y espiritual que supone sentirse excluidos de la República, no dudan en difundir y fortalecer sus relaciones con el Rey Filósofo. Ambos se necesitan con ardor y establecen su relación simbiótica. El Rey necesita el aplauso de los intelectuales, en el supuesto de que esta casta esclarecida no puede equivocarse en sus apreciaciones políticas. Al mismo tiempo, el intelectual que se siente excluido de la República desde la muerte del Príncipe, necesita ahora del Rey Filósofo, en tanto que tal reconocimiento significa el retorno al Paraíso Perdido, representado ahora en la Utopía misma. Por esa vía, además, vive la ilusión de que sus productos ya no son mercancías y descansan sólo en su fortaleza estética. De allí el empuje que viven los aparatos paralñterarios como los reconocimientos y las editoriales. Quien no confiese y reafirme constante y públicamente su lealtad, sencillamente no existe. Ése es el origen de las precisas persecuciones que en la modernidad ha sufrido el pensamiento independiente en todas las latitudes políticas. Ajmátova, Pushkin, Pound, Rushdie. Padilla y ahora Raúl Rivero. La lista puede seguir.
Nada de esto es nuevo. Quizás el necesario reconocimiento del espíritu romántico en nuestro modo de imaginarnos como país tenga que ver con la ausencia de reflexiones al respecto. Ensayaremos una. No es que no hayamos padecido tales perturbaciones. Sucede que no las hemos vivido con la necesaria profundidad. Si en algún futuro nos detenemos a leer nuestra literatura, encontraremos que hay allí más proyectos de país que en las agobiantes constituciones. Hay proyectos en Andrés Eloy, en don Mariano. En Gallegos y en Bernardo Núñez. En Pocaterra y en Briceño Iragorry. Con matices, con diferencias. Pero hay utopías. Acostumbrados aún a ver árboles en lugar de bosques, acostumbrados a yugular nuestra historia literaria en función de cánones europeos, interesados como estamos en ser modernos, hemos sido incapaces de asumir nuestra modesta historia literaria, olvidando que para ser modernos no es suficiente con colocarnos como pares con otras literaturas, sino que es necesario conocer la labor de nuestros padres literarios, en una lectura que vaya más allá de los muy evidentes valores estéticos.
Así lo entiende Mariano Picón Salas en el conocido ensayo Ciclo de la moderna poesía venezolana(4). No es gratuito que el maestro entienda la modernidad literaria a partir del Darío lector de la poesía francesa y coloca a Pérez Bonalde como continuador criollo de la tradición original, la que viene del romanticismo inglés y alemán. Pero, y esto es importante, además de puntualizar el lujo verbal del nicaragüense, conecta los colores negro y amarillo con el venezolano, cuya poesía se realiza también como afán naturalista, como diálogo del hombre con el mundo exterior y con su destino, más allá del deslumbrante paisaje de los trópicos y la epopeya agraria de Bello y sus continuadores. Pérez Bonalde no es romántico sólo por su conocimiento de los escritores alemanes y de lengua inglesa, incluyendo a Poe. Pérez Bonalde es romántico porque escribe en clave venezolana su poesía, alabando la magia que toma/ hasta en labios del tosco marinero/ el dulce son de mi nativo idioma.
Pero no toda nuestra literatura es romántica, en el sentido que hemos explicado. Existe aquella que ha optado por vivir a la intemperie y ha sabido asumirse sin atender los cantos de sirena de cualquier utopía, aceptando con dignidad su condición de exilio de los siniestros y modernos palacios de la impostura y que ha aprendido lentamente a cantar y contar los terribles tiempos de indigencia que nos han tocado vivir. En esa búsqueda no siempre feliz, la poesía se cuida de la nieve de la que nos habla Eugenio Montejo, no sin ironía: Nuestro viejo ateísmo caluroso/ y su divagación impráctica/ quizá provengan de su ausencia,/ de que no caiga y sin embargo se acumule/ en apiladas capas de vacío/ hasta borrarnos de pronto los caminos.
Y también están los otros, los neutrales, para quienes la poesía están más allá de toda quimera ideológica, metafísicos para quienes el hecho estético sigue siendo una expresión cálida del Espíritu. Románticos furiosos, todavía a la usanza de Teophile Gautier y su l'art pour l'art, están personalizados en el Hendrik Hoefgen del Mephisto, de István Szabó, quien en uno de sus diálogos finales en la voz de Rainer María Brandauer, se lamenta: ¿Qué quieren de mí? Yo sólo soy un actor.
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(1) La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona, Paidós, 1981.
(2) Las raíces del romanticismo. Madrid, Taurus, 2000.
(3) Como lo afirma Mark Lilla en su artículo «La seducción de Siracusa», revista Letras Libres, México, marzo 2004.
(4) En el prólogo a la Antología de la Moderna Poesía Venezolana, de Otto D´Sola. Caracas, Monte Ávila Editores, 1984, dos tomos.
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