domingo, abril 16, 2006

Borges, otra vez. Ochenta años de El tamaño de mi esperanza




En julio de 1926, la editorial Proa de Buenos Aires reunió los diversos textos publicados ya con anterioridad por el entonces joven Jorge Luis Borges, en lo que vendría a ser (luego de Inquisiciones, 1925) el segundo de entre los muchos volúmenes que habría de publicar en este género a lo largo de su vida. Con cinco dragoncitos embanderados, dibujados por ese extraño personaje que fue Xul Solar (Alejandro Schulz Solari, 1887-1963), El tamaño de mi esperanza contiene veintiún ensayos y una postdata donde comenta el origen haragán de estos materiales. La edición contó apenas de quinientos ejemplares. En 1993, la editorial Seix Barral de Barcelona, bajo la ávida mano de María Kodama, lo rescató de esa forma del olvido que son las inmerecidamente reconocidas Obras completas, editadas en su oportunidad por Emecé. El propio Borges se negó constantemente a incluir estos libros primerizos en dicha edición o a reeditarlo como libro suelto. Sus razones tendría, y poderosas, convencido como estaba de que su obra iba a quedar para siempre y que tales deslices juveniles darían una imagen difusa y extraña, o que iban a resultar unas manchas demasiado visibles en la gran sábana blanca de su obra, suponemos que a causa de su lenguaje barroco y de su argentina pedantería. Muy a su pesar, El tamaño de mi esperanza nos da una idea total de los varios temas que iba a desarrollar en el futuro, salvo que el tono pendenciero e irreverente del volumen se nota en demasía, salpicado además con una ortografía criollista que exaspera a cualquier lector y que coloca a ambos títulos en la atmósfera de lo estrambótico, a juzgar por la robusta y sosegada prosa que le caracterizaría después.
Dando continuidad a lo que vendría a ser una estrategia de publicaciones a lo largo de su destino literario, Borges había dado a conocer todos esos textos en periódicos y revistas de la época (Proa, Nosotros, Revista de América, Valoraciones, Martín Fierro, Inicial, Sagitario, diario La Prensa). No es nuestra intención abatir al lector analizando cada uno de los textos. Nos concentraremos en algunos que consideramos esenciales y que establecen el punto de partida de gran parte de lo que vendría después. Allí están, en estado embrionario, sus grandes preocupaciones y manías, así como en Luna de enfrente están las grandes pistas de su poesía posterior.
El ensayo que le da título al libro ordena un verdadero programa de posibles respuestas a la gran pregunta de esos años en Argentina: ¿cómo ser moderno en una ciudad periférica como Buenos Aires? ¿Cómo asumir la urgente puesta al día con la tradición literaria de Occidente, tomando en consideración las grandes mareas que azotaban otras tradiciones lingüísticas y cuyas ondas llegaban con furor a estas costas? ¿Cómo continuar o superar al modernismo de Rubén Darío? Parte de esas preguntas las intenta responder, con aguda visión, Beatriz Sarlo en dos deliciosos ensayos(1), los cuales citaremos más adelante.
El tamaño de mi esperanza comienza con una invitación que puede sonar extraño al oído de los actuales lectores de Borges: A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa... Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Las líneas precedentes se instalan en el contexto de las largas discusiones que en el campo intelectual se venían tejiendo a partir de la celebración del Centenario, de los años enfáticos del Centenario, como lo confiesa el autor en un texto del mismo libro que dedicara a Evaristo Carriego y sobre el que volveremos más adelante. La disputa se centraba, precisamente, en los ejes de la modernización estética argentina, y pasaba por sentar en el banquillo a la literatura que se hacía en esos años. Es lo que hace Borges de seguidas, pasando una raya sumatoria para salvar lo que considera importante de la historia de su patria y de sus letras. Así, castiga a Sarmiento (norteamericanizado indio bravo, gran odiador y desentendedor de lo criollo) [que] nos europeizó con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella). Así, salva al tango (los arrabales, las noches del sábado, las chiruzas, los compadritos que al andar se quebraban, dieron con él), a Carriego, a Macedonio y a Güiraldes. Desecha a Paul Groussac, a Leopoldo Lugones, a José Ingenieros y a Enrique Banchs, pues hacen bien lo que otros hicieron ya.
Luego de su resumido viaje por la historia real y de las letras (pormayorizado, le dice al procedimiento), Borges anota en este ensayo las características que espera encontrar o desarrollar en la literatura argentina de fines de los años 20 del pasado siglo. Mientras hace el escrutinio, elabora un mapa sobre el cual se moverá en años sucesivos, explorando lenguajes literarios más allá del criollismo y de las pretenciosas vanguardias, tejiendo un enrevesado universo que quiere dialogar cara a cara con lo universal:

Es verdá [sic] que de ensancharle la significación a esa voz —hoy suele equivaler a un mero gauchismo— [se refiere al criollismo] sería tal vez la más ajustada a mi empresa. Criollismo pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte.

Y es, precisamente, esa vía la que va a tomar Borges durante el resto de sus días, con una incredulidá [sic] grandiosa, vehemente. Como bien lo anota Beatriz Sarlo, para apuntalar ésta su visión particular del criollismo, decide colocarse entonces en la posición más difícil, a saber, el situarse en las orillas, en los bordes:

La literatura de Borges es una literatura de conflicto. Borges escribió en un encuentro de caminos. Su obra no es tersa ni se instala del todo en ninguna parte: ni en el criollismo vanguardista de sus primeros libros, ni en la erudición heteróclita de sus cuentos, falsos cuentos, ensayos y falsos ensayos, a partir de los años cuarenta. Por el contrario, está perturbada por la tensión de la mezcla y la nostalgia por una literatura europea que un latinoamericano nunca vive del todo como naturaleza original. A pesar de la perfecta felicidad del estilo, la obra de Borges tiene en el centro una grieta: se desplaza por el filo de varias culturas, que se tocan (o se repelen) en sus bordes. Borges desestabiliza las gran-des tradiciones occidentales y las que conoció de Oriente, cruzándolas (en el sentido en que se cruzan los caminos, pero también en el sentido en que se mezclan las razas) en el espacio rioplatense.

Por una parte, la orilla entre culturas, entre tradiciones lingüísticas y literarias más allá del español, y entre géneros. Por la otra, la orilla de la ciudad (como lo comienza a subrayar en otro ensayo del mismo libro, La pampa y el suburbio son dioses), usando como ariete esa incredulidá convertida en juego e ironía constante.
Por esa ruta, orientará toda la narrativa dedicada a los compadritos (Hombre de la esquina rosada, El Sur, El muerto, Juan Muraña y tantos más). Por allí va la reconstrucción de un nuevo desenlace para el Martín Fierro (en El fin). Por allí va la ironía de componer un personaje que resulta ser un poeta simbolista francés, intentando rescribir la gran novela del idioma y de la modernidad (Pierre Menard, autor del Quijote, texto que al ser incluido en Ficciones pasa por ser un cuento). Por allí va la exploración de la estructura policial (Emma Zunz) y la visión gótica de la ciudad de Buenos Aires (en La muerte y la brújula). Por allí va su preocupación en las armazones filosóficas como forma de exploración de la ficción. Por allí va el ensalzamiento de escritores marginales, como Evaristo Carriego y Macedonio Fernández, quienes se convierten en su personal canon literario. Por allí va el pastiche de casi toda su obra, navegando de manera oblicua entre el ensayo y el cuento, usando como base una muy productiva literatura apócrifa o personajes marginales de la vida real, como aquel John Wilkins, el cual le sirvió de excusa para continuar poniendo en el tapete la discusión acerca del carácter arbitrario de la materia misma de la literatura, es decir, el lenguaje.
En cuanto a este último tema, en El tamaño de mi esperanza continúan las preocupaciones acerca del oficio de escritor y del manejo del lenguaje, que había iniciado en Inquisiciones con su breve ensa-yo Después de las metáforas. Acá encontraremos nuevos materiales que atraviesan ese territorio: El idioma infinito, Palabrería para versos (titulado Acerca del vocabulario, en su primera versión en La Prensa), La adjetivación, Las coplas acriolladas (donde afirma que una de las tantas virtudes de la copla criolla es la de ser copla peninsular), Ejercicio de análisis, Milton y su condenación de la rima, Examen de un soneto de Góngora y Profesión de fe literaria.
También observamos en el libro muestras del ejercicio que mejor le distinguió: el de lector. Que otros se jacten de los libros que han escrito, yo me enorgullezco de los que he leído, confesó una vez. Así, leemos reseñas acerca de El Fausto criollo (de Estanislao del Campo), Carriego y el sentido del arrabal (núcleo del libro posterior acerca del poeta del barrio de Palermo), La Tierra Cárdena (sobre William Hudson), Oliverio Girando (acerca de Calcomanías), Leopoldo Lugones (acerca de Romancero) y La balada de la cárcel de Reading (acerca del célebre poema de Oscar Wilde).
Ese mismo año de 1926, el diario Crítica publicó una encuesta realizada entre escritores acerca de la obra de Filippo Tommaso Marinetti. Borges, luego de alabar la acción profiláctica del personaje y desdeñar sus libros, respondió lapidariamente acerca de su influencia en el paisaje literario argentino: Aquí no ejercería ninguna: no hay museos ni antigüedades qué destruir(2). Más allá de la ironía, el comentario apunta hacia el hecho de que las realidades europeas no tenían ni tienen por qué servir de norte a los programas de las vanguardias en nuestro continente. Los puntos de tensión de la modernidad literaria latinoamericana pasan por el largo y tortuoso camino en busca de la construcción de esa realidad desde una perspectiva de independencia, originalidad y representatividad narrativa de la que habla Ángel Rama(3). El tamaño de mi esperanza es el libro donde Borges ofrece su solución a esa diatriba. Con apenas 27 años, de regreso de Ginebra (que es tanto como decir de regreso del alemán y del francés, de la vanguardia española y de su amistad con Rafael Cansinos Assens) propone el programa que va a desarrollar en los próximos sesenta años. Mientras esquiva la provocación de ciertas vanguardias francesas -que prestigian la luz y el centro antes que a la tiniebla y el suburbio-, Borges revaloriza lo nacional argentino (y específicamente lo marginal) en aras de la universalidad.
En el año 1932, como para confirmar su pasión americana y su deslinde de Europa, Borges escri-be: Los hombres de las diversas Américas permanecemos tan incomunicados que apenas nos conocemos por referencia, contados por Europa. En tales casos, Europa suele ser sinécdoque de París. A París le interesa menos el arte que la política del arte: mírese la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre dirigidas por comités y con sus dialectos políticos: uno parlamentario, que habla de izquierdas y derechas; otra militar, que habla de vanguardias y retaguardias. Dicho con mejor precisión: les interesa la economía del arte, no sus resultados(4).

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[1] Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1988 y Borges, un escritor de las orillas. Buenos Aires, Ariel, 1995.
[1] Jorge Luis Borges: Textos recuperados (1919-1929). Buenos Aires, Emecé Editores, 1997.
[1] En: Transculturación narrativa en América Latina. México, Siglo XXI, 1985.
[1] En: «El otro Whitman», Discusión, Prosa completa, Barcelona, Bruguera, 1980.

sábado, abril 15, 2006

Los espacios cálidos y otros poemas// Eugenio Montejo














(Foto: Enrique Hernández De Jesús)

El libro Los espacios cálidos, que da título a la presente antología poética de Vicente Gerbasi, fue publicado por primera vez en Caracas en 1952. Tres años más tarde vio la luz en París su traducción al francés, debida a Claude Couffon, en las prestigiosas ediciones de Pierre Seghers. Es verdad que otros libros del poeta han encontrado, tanto por parte del público como de la crítica especializada, una acogida bastante favorable, como fue el caso del celebrado Mi padre, el inmigrante (1945), traducido al francés por Robert Ganzo, o bien, para nombrar otro de sus títulos, Olivos de eternidad (1961), que fue también traducido al francés y al hebreo. No obstante, sin desmerecer sus demás publicaciones, la selección de Los espacios cálidos como nombre titular de la presente antología se basa en el convencimiento de que este libro resulta central no sólo dentro del inventario de sus hallazgos poéticos, sino en cualquier tentativa de ordenamiento de sus obras. Al definirlo como central, por cierto, no deseo sugerir que los poemas en él contenidos sean superiores a todos los otros publicados por Gerbasi. La centralidad tiene que ver más bien con la coherencia afectiva y efectiva que se manifiesta en sus páginas.

Se dirá que en poesía siempre “lo afectivo es lo efectivo”, como afirmó una vez Cassiano Ricardo, y he de reconocer que éste no me parece un mal postulado. Sin embargo, lo que llamo efectivo en este caso viene representado por la reunión plena de los distintos elementos poéticos que conforman sus referentes esenciales. Creo que en este libro la obra de Gerbasi delimita su propia zona, al tiempo que consigue fijar una voz característica. Consecuente con tal criterio, Los espacios cálidos es el único de sus libros que aquí se incluye íntegramente, mientras que los demás han sido seleccionados de modo parcial y, por así decirlo, puestos en diálogo con los temas y entonaciones del mencionado poemario.

En la poesía de Vicente Gerbasi, sin duda más que en otras de autores coetáneos, en vez de un desarrollo lineal, cumplido por etapas, se percibe un desenvolvimiento en espiral que regresa una y otra vez a los mismos motivos, tratando de enriquecerlos desde ángulos inéditos. Entre un nuevo libro suyo y los precedentes no se manifiesta la voluntad de cancelar una experiencia de ritmos, imágenes o motivos determinados. Al contrario, de modo reiterado tiende a centrarse en sus iniciales visiones, engrandeciéndolas con nuevas aportaciones y dialogando con ellas mediante un juego polimórfico que busca poner en relación a cada instante las distintas voces de sus poemas.

El ámbito al que remite la escritura de Gerbasi es el del trópico americano, y más concretamente el de su aldea nativa, Canoabo, un pueblo de montaña situado en la parte centro-occidental de Venezuela, donde el poeta nació el 2 de junio de 1913. A este pueblo llegaron sus padres a comienzos del siglo XX procedentes de Vibonati, otra aldea, pero ya no de cafetales sino de viñedos, enclavada en la falda de los Apeninos, frente al golfo de Policastro. Durante la primera década de su existencia, que, como es sabido, suele durarle a toda persona más que el resto de la existencia, el conocimiento del mundo se reduce para él a la placidez de una infancia campestre, que transcurre en el geórgico retiro de su pueblo, al que sólo era posible acceder entonces en bestias de carga. Cuando sus mayores deciden, cumplidos los diez años, enviarlo a Italia a concluir la primaria y proseguir sus estudios, ve interrumpirse las apacibles horas en la proximidad de una flora y una fauna mágicas, habituado como estaba a los ritmos de la vida agraria, al diálogo con los pobladores y al conocimiento de sus mitos y leyendas. Ante sus ojos, el viaje a Italia obra el efecto de una revelación tanto por los súbitos descubrimientos (la vista por primera vez del mar, la luz eléctrica, el conocimiento del automóvil, de los barcos y el tren (como por todo lo que a su corta edad se cancela o se inaugura.

En el ánimo del niño poeta cristaliza desde entonces una visión indeleble que a lo largo de los años va a guardarle para siempre la llave del mundo mítico de su infancia y de su aldea.

Gerbasi permanece durante seis años en Florencia, y ya de regreso a Venezuela se consagra de modo definitivo a su vocación poética, una vocación en la que persevera hasta su muerte ocurrida en 1992. Con los años, un largo desempeño en el servicio diplomático va a proporcionarle ocasiones de viajes y experiencias innumerables, que sin duda le proveen de no pocos motivos para su poesía.

Así y todo, sin que falten las referencias a gentes, paisajes y ciudades distantes, en sus palabras, cualquiera sea la intención y el tono, no deja de entreverse el humo de la aldea nativa, cuyas volutas se perciben ya de modo nítido, mediante referencias directas, ya inferido a través de la atmósfera y los ecos reconocibles.

En sus inicios poéticos, como es patente en esta antología, hizo gala de una escritura abigarrada, en sintonía con algunos poetas románticos alemanes y con las recreaciones surrealistas del Neruda de Residencia en la tierra. Sin embargo, a partir del ya citado libro Mi padre el inmigrante y, sobre todo de Los espacios cálidos, el poeta se despoja de la sobreabundancia expresiva, a la vez que consigue hacer suyo de modo definitivo algo más importante: un acento característico, un tono de cordial encantamiento que a partir de entonces se vuelve ya personalizado y definitorio. Será esa entonación la que en adelante le permita a su poesía dibujar sus rasgos más singulares.

Ignacio Iribarren Borges, estudioso de la obra de Gerbasi, observó que la sencillez de que el poeta va a valerse desde entonces resulta sólo aparente, y en apoyo de su comentario recordó estas palabras de Winnifred Nowottny: “Un vocabulario sencillo es frecuentemente la máscara de un arte sofisticado”.

El proyecto compartido en sus comienzos con otros miembros del grupo literario Viernes muestra la afinidad ya señalada con los románticos alemanes e ingleses, una afinidad que en el plano formal se resuelve casi siempre por el empleo del versículo, y que en sus temas se orienta por cierta búsqueda metafísica, de carácter hermético, a la que no le son ajenas las inventivas del surrealismo. No falta en ese primer período el intento de recuperación de las formas clásicas, que lleva a Gerbasi al cultivo de la lira, la estrofa de origen italiano traída a nuestra lengua por Garcilaso y cultivada con maestría superlativa por Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, entre otros. Liras se llama justamente el volumen que publica en 1943, del cual la presente selección no reproduce ninguna muestra, en resguardo de la unidad antológica propuesta.

Poco más tarde, sin abjurar de sus primeras publicaciones, su obra da el giro hacia el que será su horizonte definitivo: la expresión del paisaje del trópico desde la imagen interiorizada y absorta de un niño.

A partir de ese giro, sus palabras, como el vuelo circular y demorado del gavilán, tan presente en sus versos, retornan sin cesar a su ámbito mítico, depurando su registro con el paso de los años, mientras la voz gana mayor fluidez sin mostrar caídas ostensibles. Una tenue melancolía convive con los colores de sus recuerdos y la fuerza de los elementos que pueblan su geografía.

El poema compuesto a su padre inmigrante, por ejemplo, contiene una treintena de cantos enhebrados en torno a este sugestivo verso que abre y cierra su lectura: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”.

Los espacios cálidos fue escrito, para decirlo con los mismos versos del poeta, “a los treinta y siete años de mi cráneo / leídos en la raya de la mano”. Es, pues, un libro que además del mérito literario que le reconozcamos, está relacionado con la crucial significación de la media vida. La estremecedora edad que se alcanza “nel mezzo del camin”, cuya proyección psicológica destacó con perspicacia Carl G. Jung, se sitúa, como es sabido, al promediar la cuarta década de la existencia. Reviste la importancia de un segundo nacimiento por cuanto implica de aceptación y de renuncia. En el plano simbólico está representada por la decisión del Caballero de desposar a la Virgen, que es la tierra. Se trata, en fin, de una edad que parece no pasar por la vida de un hombre sin instarlo a una profunda revisión tanto de lo que ha sido como de lo que pueda llegar a ser. A su modo cumple el cometido de reordenar las ilusiones juveniles, y sobre todo procura establecer un nuevo sentido de armonía.

No resulta extraño, por ende, que durante la crisis que tal edad trae consigo el hombre llame a la puerta de la infancia, pues se trata de emprender una nueva partida. En el poemario que nos ocupa, nuestro autor subraya el hecho de modo explícito en otro de sus versos: “estoy en medio de mi edad”.

El libro posee la unidad de un sensible inventario de los seres, animales y cosas que acompañaron la vida del poeta durante sus primeros años. Las imágenes del paisaje y de todo el entorno prodigioso se acumulan bajo el permanente asombro de la mirada y los hechizos de la memoria:


El año sostiene las casas de la aldea
rodeado de luminosas hojas de plátano.
En los umbrales están sentados los
ancianos
contemplando el juego de los perros.
Los niños se han ido en busca de huevos
azules de pájaros.
(...)
Oigo rumores que vienen del corazón de
los labriegos,
oigo el tiempo acumulando café en los
patios iluminados,
sonando guaruras indígenas en las colinas
de la tarde.
(“Melancolía del año”)



Puede advertirse que el tono propende con intimidad al acento coloquial, acaso el más apto para reproducir las voces interiorizadas del tiempo de la niñez. Es también el más cercano al habla natural de los labriegos, esos ensimismados contertulios que cada noche, “en círculo / oyen el cuento antiguo de los astros”.

Con los años, “el laconismo instintivo del poeta”, para decirlo con palabras de Joseph Brodsky, hará más elíptico el trazo de su dibujo y más condensada la atmósfera de la composición. Ello es visible, por ejemplo, en el breve poema “El pan”, que pertenece al libro de 1985 Los colores ocultos:


Vinieron los ángeles
y me dijeron al oído:
Mira el relámpago
en la nube oscura.
El mundo estaba abajo
con mis ojos absortos en un plato
de ramajes umbríos y de frutas,
y vi caer del cielo aquella lumbre
sobre el pan de la mesa.
( “El pan” )


Al referirme a la poesía de Gerbasi he resaltado en otra ocasión la alianza que en ésta se manifiesta entre magia verbal e inocencia como los núcleos que articulan sus hallazgos poéticos. Me valgo, por una parte, de la antigua noción de magia verbal, que ha resistido los embates del racionalismo positivista. Con tal noción (hoy no por menos mentada menos vigente) se designa cierto don inexplicable capaz de comunicarles a nuestras voces de todos los días una vibración distinta, más grata a la memoria. A este mismo don debe atribuirse la facultad de trascender el sentido de las palabras mediante una combinación y entonación inusitadas que las lleva a decir algo más significativo. La confesada afinidad del poeta con los propósitos literarios del llamado realismo mágico, una afinidad muy tempranamente asumida, refuerza la idea de situar la magia verbal en lugar preferente de su poética.

Y junto a ella la inocencia, que parece custodiar la visión privilegiada de donde nacen sus poemas. Al comportarse tan alejado como fue siempre del cálculo y del ardid literario, Gerbasi parece haber hecho suyo el sabio mandato del poeta místico Yalal ad-Din Rumi: “Vende astucia y compra asombro”. Tal rasgo de inocencia, que se confunde con sus componentes biográficos, cuenta con algunos testimonios de quienes conocieron a Gerbasi desde su juventud, como fue el caso del poeta chileno Humberto Díaz Casanueva. En un comentario fechado en 1980, escribió Díaz Casanueva: “Gerbasi fue siempre juvenil y lo sigue siendo hasta ahora en lo personal y en lo poético. Entiendo por juvenil la conservación de cierta seductora inocencia, un poco de angelismo, el rechazo de lo enfático y lo grave, el deslumbramiento incesante ante el mundo”.

Poeta del trópico americano, de los espacios cálidos, Gerbasi es también el poeta de dos mundos que en su palabra se confunden y armonizan. Como “poeta entre dos mundos” se refirió al poeta y a su obra con acierto Ludovico Silva. Una sensibilidad mediterránea atenúa por momentos la enceguecida claridad del mediodía caribeño, en tanto que el sentido de la composición del poema gobierna la violencia de los elementos para que prevalezca el sentido de armonía. “Gerbasi es ciertamente un poeta americano (escribió Ludovico Silva), pero es también un poeta de formación europea. Esta simbiosis hace que su poesía contenga a un tiempo la violencia selvática del trópico y la severidad estilística de los europeos”.

Hijo de italianos y bilingüe desde niño, el mundo de Vibonati y de Canoabo no están en su imaginación tan separados como podría creerse, por eso se ha hablado de “las dos infancias del poeta”. No siempre el paisaje italiano se contrapone al venezolano en cuadros nítidamente demarcados, como ocurre en el Canto VII de Mi padre, el inmigrante, al recrear la aldea de donde provienen sus mayores; lo común en su poesía será la fusión de ambas atmósferas en una sola, donde predomina la luz y el tono peculiar de Gerbasi, una luz por instantes demasiado lenitiva para representar la crudeza del trópico venezolano, y tal vez demasiado salvaje para mostrar los matices del paisaje mediterráneo. Una luz suya, de su vida y su palabra, en la cual se mezclan sus dos paisajes y sus dos infancias.

Al comentar la expresión del trópico en la obra de Gerbasi, hay que decir además que ésta también alberga por momentos, según sus propias palabras, ciertos atributos demoníacos que el poeta atribuye a la fuerza con que la naturaleza se manifiesta en nuestra zona tórrida. “El trópico (anotó en un ensayo de juventud) es más favorable a lo demoníaco que a lo angélico. Aquí las fuerzas de la naturaleza están siempre cerca de la cólera. Aquí reina la violencia cósmica. América produce angustia, sobresalto y tristeza”. La constante presencia de muchas especies de nuestra fauna en sus versos no obedece, por tanto, a una inclinación que privilegie lo exótico ni constituye un recurso de cierto ornamento más o menos obvio, sino que resulta invocada como expresión simbólica de ese poder demoníaco que en esta parte del mundo pone a prueba la vida del hombre frente a un ambiente con frecuencia peligroso e indómito.

Francisco Pérez Perdomo, amigo de Gerbasi y estudioso de su poesía, en un comentario escrito para una de las últimas antologías de su obra publicada en vida del poeta, recordó a propósito la conocida observación de T. S. Eliot, según la cual, una vez alcanzada la madurez, un poeta sólo puede intentar nuevas formas, repetirse o silenciarse. Y al considerar la obra gerbasiana desde tal perspectiva, constata en los nuevos libros del poeta publicados hasta entonces un esfuerzo de renovación cumplido válidamente. Así y todo, una mirada atenta al sentido de la redondez del tiempo que prevalece en esta poesía puede ayudarnos a indagar la gestación de esa madurez desde sus inicios y a seguirla en su desarrollo. Como he anotado antes, en Gerbasi es notable una pulsión recurrente, que lo lleva a retomar, libro tras libro, sus mismos elementos desde estadios distintos.

El poema “Viaje a Italia”, por ejemplo, que se lee en un libro de 1989, podría haber figurado en Los espacios cálidos, pese al casi medio siglo transcurrido entre ambas publicaciones. Tal vez sólo la elemental naturalidad que se adueña de su última etapa serviría para distinguirlo.

Si nos atenemos a los dos últimos libros del poeta que cierran el presente volumen, ambos publicados después del ensayo de Pérez Perdomo, no deja de advertirse por momentos algunos rasgos de menor logro, pero se hallan asimismo otros poemas que recompensan al lector. En todo caso, no conviene abonar cualquier posible mengua a lo que éstos puedan tener de repetidos, pues todos juntos, en sus momentos mayores o menores, son partes de una constelación verbal que gira en torno a una sola e idéntica necesidad expresiva. Por eso, muchos de los poemas de su última época consiguen arrojar alguna luz flamante sobre otros anteriores más unánimemente reconocidos. Y ello solo basta para defender la verdad de su sentido.

/poema mi padre el inmigrante/

martes, abril 11, 2006

Edda Armas. Armadura de piedra. Caracas, Editorial Pequeña Venecia, 2005.











Uno de los retos más difíciles de vencer en la poesía consiste en dar testimonio de la historia vivida más allá de lo personal, sin caer en la tentación de la mera narrativa, del lugar común o de la oscuridad. Este libro sabe sortear sin miramientos los dos primeros riesgos. Sobre el tercero, caben unas palabras.
A Anna Ajmátova le preguntaron en una oportunidad (mientras esperaba su turno para entrar en la cárcel donde estaba preso su hijo) si podía escribir acerca de las circunstancias políticas de su antiguo país, a lo que contestó con un sí. El resultado, como sabemos, es el Réquiem. Sin embargo, para entrar en ese poema no es necesario conocer sus pistas. La claridad desde el prólogo mismo apunta al contenido y a la intención. No hay oscuridad que confunda. Caso distinto, como se sabe, es la poesía de Paul Celan, cuya lectura requiere en muchos casos de cierto adiestramiento en los vaivenes de la vida del autor.
No es ésta la oscuridad que encontramos en la lectura de Armadura de piedra que, sin embargo, suelta pocas pistas para llegar a su centro. La eficacia de los poemas está justo allí, en el intento de equilibrio entre lo tratado y la puesta en escena, entre la historia que cuenta y el afán estético. Bajo el epígrafe de Goethe, toda poesía es de circunstancia, el libro ajusta un modo de decir donde la historia personal de las relaciones con la muerte se une a la historia de los otros, en el amplio y atractivo deseo de convertirse en voz de la tribu. Lo difícil está en el punto de quiebre, en la visión de quien ya no tiene regreso, en quien mira cómo la vida cambia alrededor. No sólo la vida, sino (y sobre todas las otras consideraciones) la manera de mirarla.
Dividido en cinco estancias (Al descampado, Piedra alzada, Alas sólo tiene el pájaro que arde, La danta hunde su pezuña en el mármol y Frágil huella al amanecer), Armadura de piedra se nos ofrece de la única manera sólida que tiene para narrar la historia que desea: el fragmento, la respiración desajustada, el quiebre rítmico y sonoro de sus versos que en algunas oportunidades rechinan y en otros susurran al oído, variando también la longitud del verso según las necesidades expresivas. Se sabe que estas variaciones son a conciencia por la eficacia total del libro, por el cuidado al momento de la escogencia de los varios epígrafes. Quizás un poco más de riesgo en la escritura pudiese haber evitado la muy breve y cuidada aclaratoria al final del libro, que por otra parte invita a rehacer la lectura. Quizás se trate de eso. De armar dos lecturas a partir de la propia experiencia del lector, acostumbrado como está a leer de principio a fin.

Jacqueline Goldberg. Un alegato a favor del desencanto.

El domingo 28 de junio de 1998, el Papel Literario del diario El Nacional daba continuidad a la serie El Cuaderno de Narciso Espejo con un testimonio de Jacqueline Goldberg, acompañado de una fotografía de su temprana infancia. El texto lo dice todo. No sólo acerca de la fotografía en cuestión. Aquí están todas las pistas, todas las virtudes que su poesía ha conseguido a lo largo de los años. Dice el texto:

Una piscina puede ser cualquier hondura Un transparente rectángulo apostado con lujos de cloro entre los jardines de un gran hotel Un diminuto círculo de plástico inflable. Un charco después de la tormenta. O una olla destinada a la lenta cocción de camarones y cangrejos venidos de las orillas del Lago de Maracaibo Cada domingo mi privada piscina abandonaba los fogones desparramándose en el patio de la abuela Luba como rudimentario jacuzzi áspero acuario donde mi desnudez de fruta asoleada el jabón la risa de las tías y la cámara de mis traviesos padres eran los únicos ingredientes de la ya entonces escurridiza felicidad.

Una visión de la escurridiza felicidad es lo que, en fin de cuentas, propone esta poética desde el atalaya de una mujer. Pero no es nuestra intención revitalizar la antigua disputa acerca de la llamada poesía femenina escrita en Venezuela. En cualquier caso, vale la pena señalar lo siguiente: parte de los libros que vamos a comentar conversan con los de algunos publicados por coetáneas de Goldberg, quienes divulgan sus primeros títulos entre los años ochenta y noventa. En estas poéticas, incluyendo la de la autora que hoy nos ocupa, la modernidad literaria se ha sometido a una dura prueba, al ampliar los registros temáticos y la manera de abordarlos. En ellas se pueden leer los alegatos acerca de las preocupaciones vitales y literarias de una generación que, extendiendo los recursos retóricos de las autoras inmediatamente anteriores, profundizaron en la escritura como testimonio. Por una parte, pusieron en escena el cuerpo, la tristeza, la ironía y el monólogo dramático. Por la otra, y esto marca a muchas de esas escrituras, partieron en busca de la recuperación del habla cotidiana en detrimento del habla culta, consagrada por muchas de las poetas anteriores.

Una segunda circunstancia que caracteriza a estas poéticas la constituye el hecho de que sus autoras han disfrutado de los beneficios propios de la cultura citadina, ya sea por la vía formal de la instrucción universitaria o por la vía informal de los múltiples talleres literarios que proliferaron a lo largo y ancho del país en esas décadas. Este acceso a los bienes culturales citadinos implicó, en relación con la generación anterior, un desplazamiento tanto de las materias poéticas como del lenguaje. Debido a eso, las referencias al libro de la cultura están presentes en grandes fragmentos de estas obras. Por otra parte, estas poéticas se desplazaron hacia la interioridad del yo, interesadas en ampliar los horizontes escriturales que tradicionalmente habían sido asignados a lo específicamente femenino. De allí el interés por el cuerpo, por la tradición mitológica que refiere a lo femenino, la preocupación por personajes históricos y el anhelo por testimoniar las dolencias terrenales del amor, en detrimento de un discurso pleno de metaforizaciones de tono idealista que caracterizó a la literatura escrita por mujeres pertenecientes a generaciones anteriores.

Es a partir de estas perspectivas que deseamos puntulaizar acerca de la particular poesía de Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966). Autora precoz, su primer libro, Treinta soles desaparecidos, lo publica en 1985 a los diecinueve años de su edad. Su más reciente título publicado, Víspera, apareció en 2000, de la mano de los amigos de Pequeña Venecia. Estos quince años de escritura describen una larga parábola que incluye también los siguientes títulos en poesía: De un mismo centro (1986), En todos los lugares, bajo todos los signos (1987), Luba (1988), A fuerza de ciudad (1989), Máscaras de familia (1991), Trastienda (1992) e Insolaciones en Miami Beach (1995). Consideración aparte, pues no serán tocados en estas líneas, merecerán sus libros Una mujer con sombrero, texto para niños (1996) y Carnadas, novela corta publicada en 1998.

Desde sus primeros libros (y esto se ha dicho ya en muchas notas acerca de la autora), la poesía de Goldberg ha estado marcada por la brevedad o, mejor dicho, por la contención. Esta forma, a mi parecer, es muy al uso en poetas que entienden el oficio como una forma del conocimiento y que en Venezuela se corresponde con ciertas líneas poéticas que huyen de lo barroco y lo excesivo. Más interesada en el funcionamiento del artilugio que en comunicar, la brevedad apunta hacia la interioridad del poema. Sus claves reposan casi exclusivamente en los límites marcados por la página, a pesar de su deseo de contactar con el mundo real. De esta contradicción se desprende, en general, esa especie de oscuridad que caracteriza esta forma poética en Occidente. La brevedad busca la consagración del instante, la fotografía mínima del pensamiento y la emoción. Quizás por eso se considere siempre a la brevedad como el filo de una navaja por donde se camina entre los precipicios del logro y del fracaso.

En la poesía de Goldberg, esa oscuridad es evidente en sus primeros libros (Treinta soles desaparecidos, De un mismo centro y En todos los lugares, bajo todos los signos). Pero este juego entre claves internas y mundo real, nos parece más la búsqueda de una expresión, la tímida indagación en procura de lo que es, definitivamente, el rasgo principal que caracteriza una obra: la Voz. En este sentido, estos libros nos presentan a un autora más interesada en la estructura y en el precario decir que en su eficacia comunicativa pues, al mismo tiempo, ese decir huye de lo declarativo en beneficio de la contención. Los poemas de esta primera época nos parecen preparaciones para los libros que vendrán. Son ejercicios para la estructura narrativa en la cual experimentará en sus siguientes títulos, donde el tono del desencanto jugará un papel principalísimo.

Logrado ya el dominio de su Voz, la aventura poética de Goldberg se inicia con pasos más precisos en Luba, que narra la zaga vital de un personaje que viene del fracaso. En este libro están las marcas y los orígenes de ese viaje hacia el desencanto que apuntábamos anteriormente. Y cuando hemos usado el verbo narrar, planteamos acá una de las características de esta poesía desde este libro en adelante: su deseo de convertir el asunto y la trama en objeto observado desde afuera. Lo que se dice en el poema se presenta como hecho narrado, aún en aquellos donde la voz poética asume la primera persona. Estas narraciones, he aquí el extraño hallazgo que caracteriza a esta voz en el conjunto de sus coetáneas, ocurre justamente echando mano de la estructura del poema breve.

En Máscaras de familia, este proceso narrativo da testimonio de dos personajes, a saber, una madre y su vientre. Ya desde el título asistimos a la desacralización de la maternidad, a la puesta en duda de esa instancia como realización del ideal femenino. En este libro se nos propone un viaje desde lo sagrado a lo terrenal, relatando la historia de una zaga familiar desde la esperanza hacia el desencanto.

En su siguiente libro, Trastienda , vamos a asistir a otro proceso de desacralización y en el mismo tono narrativo, pero esta vez el personaje será el de la Amada, como sujeto pasivo del amor. Ahora el texto expone, en distancia, la crudeza de un testimonio donde el yo poético pareciera hablar acerca de otra, cuando en realidad lo hace de sí misma. Además, se pone en tela de juicio, con su sola enunciación, algunos tópicos burgueses acerca de lo femenino. Esa banalización de tópicos burgueses se desarrollará con más intensidad a partir de este libro.

Insolaciones en Miami Beach marca un punto de quiebre en esta obra. Es quizás uno de los poemarios venezolanos más importantes de esa década, a pesar del estruendoso silencio que acompañó su publicación. Por una parte, y desde el punto de vista del desarrollo de la poética de Goldberg, constituye una profundización en su visión desacralizada de los ritos familiares y de la banalización de los tópicos burgueses. Por la otra, están allí presentes, en toda su crudeza, las maneras y gustos de una clase media muy al uso en nuestro país en las dos décadas anteriores, fascinada por su ascenso y por el acceso a los bienes de consumo que marcan y determinan su membresía, bienes de consumo caracterizados por un pésimo mal gusto y que rozan el kitsch. Por ratos, estos poemas nos hacen recordar aquella película de Robert Altman, Tres mujeres. Hay también en este libro una ampliación del vocabulario poético que, desde ahora, echará mano de palabras poco prestigiadas por la poesía, sea por su sonoridad o por aquello que designan. En esta ampliación reposan las marcas de ese rescate de vocablos cotidianos que caracteriza bien a esta generación de poetas, circunstancia sobre la cual hemos hablado en párrafos anteriores y que nos permitimos ahora explicar con detenimiento. La modernidad literaria heredó de la generación inmediatamente anterior el concepto de poesía como arte del buen decir. Pero, para los escritores de las nuevas generaciones, el vocabulario prestigiado ya era escaso para dar testimonio de otra realidad. Además, en esta aventura se juega la vida el poeta, pues con ese cambio de registros se amplían el horizonte de lectores.

Vísperas es el punto de llegada de esta manera de decir, el cual hemos caracterizado por su tono narrativo, su desacralización de los valores de la clase media y el uso de vocablos poco prestigiados por la poesía. Acá toma la escena la madurez, asumida como lo que es, una circunstancia irremediable, que se convierte acá en reconocimiento de la desolación. La sordidez de las horas perdidas, del recuerdo de los amores en otros cuerpos, el cansancio que causa la repetición de los gestos, la confesión de lo femenino harto de sí mismo, un continuo y doloroso despojarse de las máscaras de la feminidad para asumirse simplemente como cuerpo que transcurre en medio de la desolación

Debemos finalizar, no sin antes dejar constancia de nuestra admiración por esta poesía que pone en escena un intenso viaje desde la esperanza hasta la desolación, echando mano no de los sentimientos, sino más bien de las exterioridades, de los paisajes, de las muecas y los gestos, tal y como si se tratara de la escritura de un guión cinematográfico. No es sencillo hablar del desamparo. Hacer una poesía desde lo cotidiano y que sepa apuntar hacia lo espiritual desde la estructura de la poesía breve son los signos de esta poesía que constituye un lugar particular en la literatura venezolana contemporánea. Queda ahora esperar, luego de los hallazgos del libro Vísperas, una vuelta de tuerca en esta poética que ha sabido desnudar, con dolor y para beneficio de sus lectores, la visión acerca de los vicios y virtudes de una clase social en difíciles trámites de supervivencia.

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