sábado, marzo 25, 2006
Contrapunteo venezolano entre el urbanismo y la literatura
(Notas acerca de la obra de Arturo Almandoz)
Lentamente, la lectura que se viene haciendo sobre nuestras aventuras y desventuras literarias desde los espacios académicos y en los últimos años, ha adquirido una musculatura nada despreciable y, además, con característcias renovadoras. Así lo atestiguan autores como Mirla Alcibíades, Rafael Castillo Zapata, Jorge Romero, Ángel Gustavo Infante, Carlos Pacheco, Gina Saracelli et. al., quienes han sabido superar (algunos con más fortuna que otros, que también hay que decirlo) la vana frontera de lo meramente estético. Así, en el transcurso de la última década, hemos asistido a la publicación y circulación de un conjunto de trabajos que bien han sabido privilegiar el carácter de diálogo que mantiene el hecho literario con otros espacios culturales y sociales, colocando en su justo sitio el intento de comprender nuestra literatura, asumida ahora como un discurso que crea una otra realidad y que, al mismo tiempo, nos pone en contacto con la historia de nuestros objetos culturales y de nuestra Historia en general. Tratada así, la literatura deja de ser un hecho reducido a la calibración estética, a la exclusiva y excluyente puesta en escena de ciertos valores textuales, a la consolidación de obras y de voces solitarias más o menos lúcidas, modificando así la visión sobre la crítica y la reflexión de nuestro pasado y nuestro porvenir, tan necesarias en estos tiempos de indigencia que nos ha tocado en suerte vivir. Ya la literatura no es sólo el sitio del resplandor, traducida al lector en forma de glosa y que tiene como paradigma el libro Cómo se comenta un texto literario, de Serrano Poncela. La literatura también es un espacio que construye imaginario social, que construye identidad, más allá de las manoseadas comparaciones entre nuestra literatura y la que se escribe o escribió en el Viejo Continente, como si nuestra poesía y nuestra narrativa, nuestra ensayística y nuestra dramaturgia pudiesen entenderse como expresiones latinoamericanas más o menos cercanas a una Idea Estética que ha construido Occidente, sin poner en el escenario el problema de la creación de nuestras nacionalidades y de las formas en que la modernidad vino a instalarse y a desarrollarse en América. Platónicos en el fondo, suponen que los objetos culturales son manifestaciones de la Idea Estética, y sólo los atienden en la medida en que, precisamente, son o pueden ser expresiones de esas categorías (llámense romanticismo, clacisismo, vanguardia, decadencia, modernidad, posmodernidad, etc.). Más pendientes de la estética y de su desarrollo, olvidan los objetos, los firmes objetos de los que también habla Rafael Cadenas.
Al margen y disputando los antiguos espacios y modos de reflexión, los ensayos críticos de los autores a los que me refiero, al buscar nuevos derroteros, ponen mayor atención en las modulaciones y rugosidades de los objetos reales y tangibles, en las diversas manifestaciones que han venido construyéndose en busca de esa representatividad latinoamericana (y venezolana, en particular) que sirva no sólo como excusa académica, sino también (y sobre todo) para ubicarnos en alguna línea del desarrollo de la historia de Occidente, con la personalidad propia y el talante singular que tenemos los nacidos en este rincón del planeta.
Por supuesto que estas lecturas e interpretaciones no han sido elaboradas sobre una tabla rasa. Allí están los nombres y las obras de Pedro Henríquez Ureña, Fernando Ortiz, Mariano Picón Salas, Ángel Rama, Leopoldo Zea, José Luís Romero y Rafael Gutiérrez Girardot, para quienes la obra artística mantiene un diálogo profundo con otras manifestaciones culturales como la música, las artes visuales, la filosofía, así como también con el entorno físico, geográfico y con el carácter esquivo y multifacético de nuestra historia como Continente.
En esta familia de intereses y búsquedas intelectuales, conocida como la tradición culturalista latinoamericana, es donde quiero ubicar los libros que hoy ocupan nuestra atención. Para que los títulos publicados de Arturo Almandoz (Urbanismo europeo en Caracas (1870-1840) y La ciudad en el imaginario venezolano, tomos I y II), arriben a la lucidez de sus planteamientos y contribuyan de esta manera a la bifurcación polifónica de los estudios literarios en Venezuela, ha sido necesario, por una parte, la madurez e independencia del discurso urbanístico en nuestra academia y, por la otra, asumir como riesgo el deseo de dar continuidad a esta escuela del pensamiento sobre los estudios culturales en América a la que hemos hecho referencia.
No es extraño que sea un urbanista quien haya escrito estos libros, si tomamos en cuenta que, desde hace tiempo, la comprensión de nuestra historia ha dejado de ser patrimonio exclusivo de los historiadores en la medida en que varios de nuestros ensayistas profesionales (casi todos licenciados en letras) han debido prestar atención a los hechos del pasado para ubicar los diferentes corpus estudiados. Y he aquí la primera de las contribuciones de los ensayos que comento, a saber, el continuar poniendo en evidencia el necesario carácter multidisciplinario de nuestras ciencias sociales. Las cifras y los estadísticos dejan de ser materiales fríos y se ponen al servicio de la demostración de las hipótesis. El arqueo de las fuentes y la consecuente cita ya no es una calculada manera de expresar conocimientos, sino que sirve a los fines del trabajo de reflexión y escritura de un texto que busca relaciones con el imaginario social, más allá del simple hecho urbanístico. Es en este sntido que puede entenderse que Rotival, Chataing y Villanueva compartan escenarios con Picón Salas y Teresa de la Parra, con Meneses y lso Garmendia.
Por otra parte, esas fuentes continúan colaborando (por lo menos en el libro dedicado al urbanismo europeo en Caracas) en la visión acerca del carácter modernizador del cesarismo de los tres gobiernos de Guzmán Blanco, asunto ya tratado por otros ensayistas. Pero acá, la referencia bibliográfica a los escritores de la época se convierte en una lectura en clave de la larga lucha entre el pensamiento conservador y el liberal con el que se ha visto dicha modernización, no sólo durante el guzmanato, sino también ya en pleno siglo XX. Las referencias a la obra de Úslar, de Picón Salas y de Teresa de la Parra son evidencia de esas miradas conservadoras y liberales, que sin duda atraviesan de largo a largo la historia de nuestra literatura.
El paso de una Caracas colonial a una moderna (en fin de cuentas, de eso se trata el arte urbano guzmancista) no sólo se expresó en su momento en el interés por las formas y maneras de circulación de los ciudadanos por la ciudad, por la dotación de servicios públicos a sus habitantes o por la construcción de edificios y monumentos públicos. Se expresa y testimonia, principalmente, en las formas de representación que ofrecieron nuestros escritores en la prensa y en los libros de la época, materiales que Almandoz sabe utilizar para ubicar y caracterizar ese proceso de modernización tan a la venezolana, que aprendió a climatizar y territorializar los profundos cambios propuestos por las reformas de Haussmann en el París del Segundo Imperio, para beneficio de esta Delpiníada urbanística en la que se convirtió la antigua aldea fundada por Diego de Losada. Estos cambios, por supuesto, no se circunscriben exclusivamente a lo externo, a lo meramente espacial y tangible del Paseo de El Calvario, por ejemplo. Tiene qué ver también con la aparición de los manuales de urbanidad y etiqueta de Montenegro Colón y de Carreño, tan necesarios a la hora en que los descendientes de los mantuanos, decidieron no sólo der modernos, sino también parecerlo. En una Caracas con salones, pero sin palacios (título de uno de los capítulos centrales del libro), que entendió su independencia estética de España mirando hacia Francia, este tránsito a la modernidad también pasó por atemperar los gustos y por el refinamiento en los modales, tal como lo merecía esta suerte de París tropical en que quiso convertirse, a su manera ostentosa y bullanguera, la antigua capital de Provincia.
Estas maneras de reciclar y representar en el imaginario el devenir de ciudad colonial y bucólica en ciudad moderna (moderna a la manera europea y, posteriormente, a la manera norteamericana) y del viaje de los venezolanos desde el caserío del campo a la ciudad petrolera y móvil, ha sido profusamente rastreada en los dos volúmenes de La ciudad en el imaginario venezolano (I.: Del tiempo de Maricastaña a la masificación de los techos rojos y II.: De 1936 a los pequeños seres) a partir de la narrativa y la ensayística de una serie de autores, en cuya lista conviven los clásicos del tema (Gallegos, los Garmendia, Núñez, Meneses, Otero Silva, Picón Salas, Antonia Palacios y Teresa de la Parra, Uslar, entre otros) con intelectuales y escritores ya casi olvidados como Alberto Adriani, Andrés Eloy Blanco, Rufino Blanco Fombona, Mario Briceño Iragorry, Pedro Emilio Coll, José Fabbiani Ruiz y José Rafael Pocaterra. En ese desfile de personajes asfixiados, exiliados, excluídos y triunfadores, señoritas superficiales y dandies, burócratas y rastaquouère, la narrativa venezolana da testimonio de su principal característica, a saber, su manía de fotografiar en tiempo de adagio, nuestra historia, nuestro paso de sociedad premoderna a la modernidad, por una parte, y de escribir con trazos gruesos las tormentosas relaciones de los ciudadanos con el Poder y con el entorno natural de nuestros campos y el entorno artificial de nuestras ciudades. De eso trata Almandoz cuando habla de la metafísica de la pensión caraqueña de los años cuarenta y de las características socioculturales de Juan Bimba, el personaje creado por el caricaturista Mariano Medina Febres e inmortalizado en los poemas de Andrés Eloy Blanco. Valga la acotación de que el choque entre sociedad premoderna y moderna es el asunto principal de El día que me quieras, donde José Ignacio pinta con trazo fino el encuentro de una sociedad premoderna (en el gran derrumbe de Pío Miranda) con una sociedad ya plenamente ganada a la modernidad (en el gran sueño que representa Carlos Gardel). Como diría don Mariano, la historia de nuestra literatura es la historia de una pasión errante, es la historia de la visión de un país con vocación minera, de raigambre igualitaria y de mudanza perenne.
Este rastreo en nuestra literatura, a pesar de profundizar en caracteres y visiones, deja aún por fuera una reflexión acerca de ese punto de quiebre que significó, precisamente, el proyecto modernizador en nuestro país, ese proceso de individualización y de colectivización, de representatividad subjetiva y colectiva que trajo consigo la modernidad. Es probable que su autor no se haya propuesto en estos libros este tema, tan complicado y tan pendiente. Haría falta, a nuestro juicio, meditar detenidamente y en colectivo acerca de esa gran pregunta: ¿qué significó para Venezuela, desde el punto de vista social y de representatividad artística, el paso de una sociedad premoderna a una sociedad moderna? ¿Se ha llevado a cabo ese proceso en Venezuela? Así como Walter Benjamin y Marshall Bermann proponen una lectura acerca de Baudelaire y de su presencia reflexiva y creativa en ciertas formas de entender y asumir la modernidad occidental, ¿hubo en Venezuela un pensamiento reflexivo y artístico acerca de su particular manera de acceder a la modernidad? Esa reflexión, ¿es in progress, o se ha dado en algún momento puntual? ¿Se dio solamente en el terreno de la representatividad artística o también tuvo sus expresiones (si las ha tenido) en los territorios de la política, de la ciencia, de la educación?
Junto a esta reflexión, colocaría el deseo de escribir un libro en paralelo a estos volúmenes, a saber, una historia arquitectónica y urbanística de Venezuela, que tome como punto de patida y de llegada el discurso de la representatividad poética. Pondría allí los nombres de Pérez Bonalde (para quien la vuelta a la patria es, en fin de cuentas, el regreso al hogar perdido y el volver a oír el dulce idoma nativo en el tosco acento marinero), de Andrés Eloy (para quien la nostalgia madrileña por la patria se convierte en un caserón de Cumaná), de Paz Castillo (cuya ciudad es el bombardeo nazi en Londres), de Gerbasi (para quien el paraíso es un eterno presente bergsoniano en una aldea llamada Canoabo), de Calzadilla (para quien la ciudad es un monstruo, visión conservadora en moldes modernos y vanguardistas de quien siempre viene del paraíso rural), de Montejo (para quien la patria es Manoa, o un extraño gallo cantando en el amanecer de una ciudad, o una fotografía en sepia de la infancia en Güigüe), de Arráiz Lucca (para quien la ciudad es una sumatoria de casas en Terrenos), de Leonardo Padrón (cuya ciudad es absolutamente moderna, vista a través de los discursos del guión cinematográfico, de la nostalgia y del amor imposible) y de Erasmo Fernández (para quien la ciudad es un estar afuera, pues no nostalgia su pueblo natal pero tampoco se adapta al movimiento de la ciudad moderna). Faltarían muchos nombres más, por supuesto. Pero lo importante es la reflexión acerca de esa constante en nuestra poesía: la casa, convertida lentamente en ciudad. La arquitectura que deviene en urbanismo. Pofrque es falsa la contradicción campo/ciudad, tal como quiere ubicarla cierta visión citadina de la literatura. No es en Virgilio, ni en Bello o Lazo Marí donde se justifica y quiere buscar su tradición esta visión medianera del asuntgo. A partir de la modernidad, la contradicción está en el tiempo circular que supone la sociedad premoderna de nuestros campos VS. el tiempo lineal que supone la modernidad citadina.
En todo caso, celebro como lector la lección de lucidez que significan los libros de Almandoz y agradezco el riesgo interdisciplinario que tal investigación conlleva. Ya es hora de continuar pensando en nuestro país desde su propia historia, desde sus propios y meritorios discursos culturales. Ya es hora de aprender a arar con los bueyes que tenemos. En estos libros, finalmente, también he llegado a saber por qué amo y por qué odio tanto a esta ciudad donde vivo. Y también he aprendido a no sentirme solo y solitario en estas pasiones.
jueves, marzo 23, 2006
Alfredo Armas Alfonzo. Este resto de llanto que me queda.
Barcelona (España), Thulé Ediciones, colección La Vida Breve, 2005.
De los asuntos que destacan en la obra de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990) se han destacado su carácter fragmentario y breve, la atención hacia los personajes modestos de la crónica rural, el arduo trabajo con la oralidad, la continua y reposada estancia en los meandros de la memoria. Continuador de la tradición del minicuento en nuestro idioma, como bien lo dice Carlos Pacheco, la pasión de AAA se concentra en recuperar, mediante procedimientos a menudo coincidentes de elaboración ficcional, lo que fuera la pequeña comarca rural, campesina, oral, donde transcurriera su infancia. O como lo ha señalado Violeta Rojo, esta obra se centra en el localismo, la narración de historias como lo hacían las abuelas, la vuelta a las raíces del pueblo como lugar geográfico y mítico, las leyendas familiares como fuente de inspiración.
Al leer cualquiera de los muchos títulos de AAA, he aquí los elementos que más nos seducen. Sin embargo, la suma de lo fragmentario es mucho más que eso. La lectura detenida coloca al lector en el centro de la duda, si en verdad se enfrenta a una serie de relatos breves o a una novela partida o rota en varios pedazos por la vía de los diferentes planos narrativos. En el caso de Este resto de llanto que me queda, la anécdota del asunto amoroso se convierte en el vórtice que devora todo, partiendo de la nostalgia y de la evocación fragmentada, tan escurridiza y sospechosa que hasta en varias líneas se reafirma: No ubico, no lo establezco aún cuando me lo he propuesto, dar un orden de esfera de reloj a mis recuerdos (p. 51).
El regusto e interés por lo menos canónico tiene en este libro muestras suficientes, hasta en los epígrafes. Junto a los muy reconocidos Juan Antonio Pérez Bonalde (el título, como sabemos, está tomado de un verso de Vuelta a la patria) y Eugenio D´Ors, nos encontramos versos de escritores ya olvidados como José Ramón Heredia y Julio Calcaño, por no nombrar a Ángel Chuchaga Santa María, atormentado y oscuro poeta chileno.
Publicado por vez primera en Venezuela por Alfadil en 1987, esta nueva edición de Este resto de llanto que me queda viene a confirmar lo que ya es una virtud: la cada vez más insistente presencia de la literatura venezolana en editoriales y librerías españolas en el transcurso de la última década. A la lista integrada por varios escritores venezolanos, viene ahora a sumarse este breve libro (con ese olor a primavera archivada de la que habla Aquiles Nazoa) de un autor que, sin duda, es uno de los narradores más particulares y representativos de nuestro país.
martes, marzo 21, 2006
María Ramírez Ribes. La utopía contra la historia.
Caracas, Fundación para la Cultura Urbana, 2005.
La historia de América es la prosecución de una utopía. Hija política de la Ilustración, desde siempre ha estado marcada por la impronta del mundo posible y mejor. La literatura, tanto en el ensayo, la poesía y la narrativa, es testimonio de esta afirmación. Desde las cartas de Colón hasta la novelística de García Márquez, pasando por los cronistas de Indias, la leyenda de El Dorado, los proyectos políticos y constitucionales desde el siglo XIX, llevan el sello húmedo de la utopía.
A partir de la madrugada en el meridiano de Guanahaní, la visión del mundo desde Europa cambió para siempre. Europa también ha contribuido a la visión de América como utopía. Desde las lecturas medievales de Platón hasta la propuesta de Tomás Moro y Rousseau, llegando hasta Ernest Bloch, el discurso de la Tierra Prometida se ha mantenido y aún sirve de excusa para las propuestas políticas que en ambos lados del Atlántico abrevan en el marxismo. El comienzo de la modernidad, atravesada por el fin de la visión teológica del mundo, desplazó el Paraíso Terrenal a la Utopía y aún en pleno período de globalización y posmodernidad, la idea sigue sustentando varios de los proyectos políticos que se están desarrollando desde los años sesenta del siglo XX en nuestro continente. Octavio Paz, Edmundo O Gorman, Leopoldo Zea, Vasconcelos y Héctor Álvarez Murena y muchos más, han dedicado parte de su obra a hablar de estas relaciones tormentosas entre América como entidad soñada por una Europa ya senil.
De esto y de otras cosas conversa este libro que es un buen resumen acerca del tema, ya suficientemente tratado en 1992 en la celebración del Quinto Centenario y en esa obra monumental de Isaac J. Pardo que publicara Biblioteca Ayacucho en 1983, Fuegos bajo el agua, imprescindible a la hora de hablar sobre el tema y cuya lectura se cuida bien de agradecer la autora. Lo novedoso del ensayo radica en el hecho de anteponer la utopía al sentido de la historia, y en sus conclusiones advierte que cualquier planteamiento personal y colectivo acerca de la utopía está atravesado por una profunda reflexión que implica descartar los absolutos, el retorno al pasado y la construcción de un cielo en la Tierra.
El planteamiento de América como utopía, más allá de las canciones de Nino Bravo y José Luis Perales, le ha hecho demasiado daño a nuestros proyectos nacionales. Aferrados a la idea del retorno al paraíso o de la construcción del futuro, hemos sido incapaces de tener un sentido de la historia. Pareciera que la discusión acerca de su fin aún no nos ha llegado. Aún no nos enteramos que en 1989, justo doscientos años después de la Revolución Francesa, los sueños de la modernidad cayeron con los ladrillos del muro de Berlín.
Inés Quintero. El último marqués.
Caracas, Fundación Bigott, 2005.
Quizás la cuestión más interesante en Venezuela desde 1998 sea la reflexión que se ha venido realizando acerca de lo que pomposamente llamamos nuestro devenir histórico y, particularmente, todo lo relacionado con el nacimiento de nuestro sentido de la modernidad, es decir, de nuestros orígenes históricos, culturales y simbólicos como país. En fin de cuentas, cabe preguntarse (en la misma clave de a Hanna Arendt) qué, cómo y por qué ha sucedido la marea que nos ha traído hasta estos despeñaderos. Varios libros aparecidos en los últimos años apuntan en ese sentido, entre ellos El divino Bolívar, de Elías Pino Iturrieta y Sobre héroes y poetas, de Rafael López-Pedraza. A ellos se suman La criolla principal y éste que ahora comentamos de la misma autora, El último marqués.
El primero, como se sabe, es la historia de las no siempre fluidas relaciones entre María Antonia Bolívar y su hermano Simón. El segundo resume los avatares privados, políticos e ideológicos de otro compañero de casta del Libertador, Francisco Rodríguez del Toro (1761–1851), último marqués del período colonial de Venezuela, hermano de Fernando (el del juramento en el Monte Sacro) y primos ambos de María Teresa, la madrileña esposa de Bolívar.
¿Cómo y por qué la autora se ha entretenido salvajemente en escudriñar la historia de los mantuanos de finales de la Colonia y comienzos de la República? Porque allí, sencillamente, se resumen las pasiones menores y los acontecimientos mayores de nuestro devenir, encarnado en los próceres que sirvieron para endulzar nuestra infancia y que aún se plantan, desde la pátina oscura de sus mármoles, como excusas ideológicas de todos los calibres para justificar cualquier logro o tropelía en cualquier hora de nuestra historia. Cabría preguntarse, por ejemplo, cómo es posible que este Marqués se haya opuesto tan rotundamente al ascenso social de un canario llamado Sebastián de Miranda y en cuya casa se cocinaba pan, para años después servir bajo las órdenes militares de su hijo Francisco. En esta montaña rusa que ha sido y es nuestra historia patria, es una constante la aparición de este tipo de personajes.
Pero la autora no juzga (y eso es lo importante). Se concentra en presentar los firmes hechos y los devastadores documentos que nos acercan a los simples y complejos acontecimientos de la historia inicial de nuestra nacionalidad, de esos años que han marcado, para bien o para mal, la visión de nosotros mismos. Conocer esos días tumultuosos también nos ayuda a poner en su justa dimensión nuestra mitología y nuestro panteón, para entender (de eso se trata) la historia del Poder en Venezuela.
Enderezar la modernidad
a Ibsen Martínez
Cuando cierta vanguardia narrativa venezolana, entre pasillos universitarios y la Calle Lincoln, decidió que el Meneses del Falso cuaderno y de La mano junto al muro nos pusiese al día con la modernidad (entendida en términos europeos), nunca comprendió que tal proceso, como lo señala Perry Anderson, estuvo marcado en el viejo continente de comienzos del siglo XX por el cruce y la convivencia de tres factores irreconciliables: un pasado clásico todavía usable y narrable, un presente técnico e industrial todavía indeterminado, que sellaba definitivamente las puertas al escritor, expulsándolo de la corte del príncipe, y un futuro político todavía imprevisible, signado por las grandes rebeliones populares. La vanguardia europea (continúa Anderson) se monta a caballo en la intersección entre un orden dominante con visos aristocráticos, una economía capitalista que iniciaba su etapa industrial y un movimiento obrero emergente o insurgente.
Tales factores estuvieron presentes en la Venezuela de los años sesenta, pero de una manera oblicua, porque en fin de cuentas, la gota petrolera supo crear sus estalagmitas en la cueva del mundo social, industrial y político, suavizando y estereotipando la actividad representativa y reflexiva de los sectores intelectuales, por una parte, y haciéndonos creer en una muy deseada (y al mismo tiempo, frágil) modernidad económica, social y cultural, por la otra. En el campo intelectual, la tragedia petrolera repartió mansamente becas y cargos diplomáticos, editoriales y cátedras universitarias. Pero como bien sabemos, ya hace años que el sueño se hizo añicos. Ha sido insuficiente no hacerle caso al viejo Úslar, dejando de sembrar el petróleo, asunto por demás inexacto, pues lo que se ha hecho y se continúa haciendo es, precisamente, sembrar el petróleo. La pregunta, entonces, está mal planteada. No es ¿por qué Úslar sigue teniendo vigencia? La pregunta es ¿qué hemos hecho nosotros, o qué hemos dejado de hacer para que Úslar siga teniendo vigencia?
Lo que sucede actualmente en el país, en fin de cuentas, es la explosión de esa crisis de los metarrelatos de la que habla Lyotard, que en clave venezolana significa la puesta en duda de los logros de la modernidad, de la modernización y del modernismo. La mejor salida, a juzgar por los hechos actuales, es una propuesta absolutamente premoderna en el orden político, económico, cultural y estético. Esta crisis, que no se resuelve con un simple cambio de camisa, pasa necesariamente por reflexionar acerca de los logros de esa modernidad en términos narrativos y poéticos.
Se ha dicho bastante, pero no lo suficiente: el afán modernizador es quizás el rasgo que mejor distingue nuestra vida intelectual, cultural y política a partir de los años sesenta. Todavía se oye en los pasillos el viejo adagio ya denunciado por Borges en 1925: el primer deber: ser moderno, aunque eso signifique repudiar las tradiciones literarias, derrumbar casas y edificios, repudiar nuestro pasado, ser originales. En el terreno político, significó la dura transición hacia la democracia representativa, en constante lucha con factores radicales de todo tipo. En el económico, pasó por la política de sustitución de importaciones para fortalecer la industria interna en busca del consumidor perdido. En la literatura, pasa por poner al día la que se escribía en Venezuela para esos años, a través del fino tamiz de los mejores representantes del arte por el arte, a saber, Meneses y Ramos Sucre. Dicho proceso supo rematar su tarea, imponiendo un canon estético que dura hasta los ochenta en la poesía y hasta los noventa en la narrativa.
Ese poner al día recortó la realidad literaria y mutiló con agrado parte de nuestra tradición. El canon supo imponerse con un alto costo para nuestras formas representativas. Impuso sus normas. Cierta vergüenza de narrar (en prosa y en poesía) nos limita por los costados. Por ejemplo, es sensato no hablar de la Colonia o del mero siglo XIX, y si lo hacemos, es en función de apuntalar los discursos políticos de esa misma modernidad impuesta: la historia épica y sus fechas (solo ciertas fechas), las batallas, la heroicidad de los caudillos, la precaria visión de los roles femeninos. La vergüenza nos hace pacatos y miserables. No es bueno usar la toponimia. Es difícil recrear el habla cotidiana de los personajes. No se sabe escuchar. Pero es sano disfrazar esa habla cotidiana con el lenguaje experimental. Es mejor, en el terreno de la discusión estética, desechar la tradición y convertir en verdad la falsa escisión entre lo culto y lo popular, crear y recrear las sanas maneras de huir de la historia, del espíritu burocrático y de la razón instrumental de las que habla Weber. Era necesario estigmatizar a Gallegos (y solo su narrativa más visible, además), por su interés por narrar la condición venezolana en clave política, sin que sus detractores pudiesen darse cuenta de que la lucha entre civilización y barbarie (para usar las conocidas etiquetas) es aún el baremo en Venezuela y el mundo. La política exterior de los norteamericanos, la política interna de Venezuela, ¿no sigue siendo aún una lucha entre Santos Luzardo y Doña Bárbara?
En Venezuela, estos factores de los que habla Anderson incidieron en un aislamiento cada vez mayor del arte, en búsqueda de un lenguaje y unas posturas estéticas que supieran señalar con precisión las fronteras del espacio cultural para ponerse a salvo de la realidad amenazante, para que la ciudad letrada moderna pudiese sentirse a gusto y reconocerse como estamento independiente. De allí proceden las principales características del discurso moderno, siguiendo a Todorov: la abstracción, o renuncia a la representación de las formas concretas del mundo; el pretendido carácter universal; la obra como producto de un sistema conciente y racional; el gusto por lo nuevo, por la tan deseada originalidad, y, en consecuencia, el rechazo de la tradición y la clara separación entre verdadera cultura y la cultura de masas o el arte popular. De allí su desprecio por personajes como José Gregorio Hernández o por la banal telenovela. Sobre todo por esta última, pues resultaba difícil entender que alguien en realidad pueda vivir de lo que escribe, más allá del largo y húmedo pasillo de Letras.
La pasión que despierta El falso cuaderno viene de allí, de su capacidad de convertirse en texto que reflexiona sobre la escritura, creando con su entretejido experimental y autorreferencial una cáscara de cierto espesor que protege al texto de la realidad y de la vida misma. Al fin, la narrativa venezolana abandonaba su pasión costumbrista y criollista, acercándose a los prestigios de la narrativa occidental contemporánea. Como si el costumbrismo y el criollismo sean propiedad exclusiva de la falsa contradicción campo/ciudad. Como si al hablar de la ciudad, aun en clave experimental, no sea otra forma del costumbrismo.
A este banal enfrentamiento entre Gallegos y Meneses, le faltaba aún una vuelta de tuerca para sustanciar una sola modernidad excluyente: la lápida del silencio sobre la obra de Enrique Bernardo Núñez y de Teresa de la Parra. Dice el autor de Cubagua (y siempre se hace referencia a esas palabras), que había escrito “un libro sin pretensiones, donde los reformistas no tuviesen puesto señalado, como lo tenían en la mayor parte de las novelas escritas hasta entonces”. Es fácil suponer quién es el blanco de este dardo. Pero, en esa mezcla de historia y ficción que es Cubagua, vibra el carácter fragmentario de nuestra memoria También es fácil suponer en este libro la relectura de Juan de Castellanos. Lo novedoso del tratamiento de la ficción (y ya esto se ha señalado, pero es importante recordarlo para efecto de estas líneas) es que al final, la novela propone una salida premoderna: el retorno, que no huida, de Leiziaga, se hace a bordo de El Faraute, la nave del padre de Nila Cálice. Un retorno al mundo indígena y autóctono, un encontrarse con las raíces prehispánicas, una alternativa poco segura ante el afán modernizador que trajo, en su momento, la pesca de perlas y, en los días de Leiziaga, el descubrimiento del petróleo. Esto ya lo ha avisado la crítica, pero cabe señalar que esas reflexiones se hacen recién en la década de los noventa.
En cuanto a Teresa, esa su manera de no querer hacer literatura se convierte en una crítica a los modos discursivos de la época, gracias a la atención que le presta al pequeño hecho cotidiano de manera realista. En ese discurso podemos acotar otra última vertiente: la que frivoliza con seriedad el hecho escritural que, sin renunciar a la universalidad, describe la decadencia personal ante un mundo ya en decadencia.
Así, en el campo de la narrativa, puede decirse que son cuatro (y no una) las grandes vertientes de la narrativa venezolana que inician nuestra modernidad. La que arranca o continúa con Gallegos. La que arranca o continúa con Meneses. La que arranca o continúa con Núñez y la que arranca o continúa con Teresa de la Parra. Todas han venido incorporando recursos estéticos y temáticos, ampliando vigorosamente la capacidad imaginaria y representativa. Resultaría ocioso hacer un catálogo de los continuadores de tales vertientes, pero nos basta con nombrar a Armas Alfonzo, a medio camino entre la crónica de origen popular y la ficción, entretejida con un lenguaje con visos experimentales.
Si en verdad existe la posibilidad de preguntarnos por qué, cómo y qué pasó en los últimos seis años en Venezuela, también vale revisar nuestra precaria idea de modernidad literaria. Sólo así seremos capaces de reconocernos en nuestra tradición y fundar, en el territorio del imaginario individual y colectivo, ese acto de fe que constituye hoy en día pertenecer a un país de escritores y lectores llamado Venezuela.
En cuanto a la poesía, ahora milito en la idea de que cualquier modernidad poética occidental pasa por la experiencia del Holocausto. Pero eso es asunto para otra nota.
Los heterónimos de Rafael Cadenas
Rafael Cadenas ha publicado sus traducciones de la mano de Bid & Co Editor. Recoge libros ya editados (Poemas, de David H. Lawrence, Diario de Nijinsky y Conversaciones de Walt Whitman), una selección de poemas de Cavafy, Segalen, Graves y Creeley, así como de once poetas de Polonia y algunos textos inéditos acerca del zen. El taller de al lado (pocas veces un título tan exacto) muestra las correspondencias entre las traducciones y su obra central y más conocida. Es una nítida expresión de su credo personal, aunque el autor confiese en una línea tener ojos, no puntos de vista.
Los textos de Lawrence, muy dominados por el contenido (como lo declararía Cadenas en su oportunidad), ofrecen no sólo una visión del hombre que los escribió: en su versión al español, ofrecen una visión de quien los traduce:
Sé que soy nada./ La vida se ha ido más debajo de mi límite de baja marea/ Me doy cuenta de que no siento nada, ni en la aurora./ La aurora asciende con un resplandor y un azul, y yo digo:¡Qué bella!/ Pero soy un embustero, no siento ninguna belleza, un comentario mental, un cliché./ Mi conciencia toda es cliché/ Y yo soy nadie/ Existo como organismo/ Y nulidad.
Todos estos versos los resume Cadenas en Memorial:
Sé/ que si no llego a ser nadie/ habré perdido mi vida.
En esta versión, además de la reflexión acerca de los asuntos del mundo, sentimos la presencia de Cadenas gracias a la elaboración de la frase, de la cadencia sonora.
El Diario de Nijinsky, por su parte, es un conjunto de reflexiones de un outsider total que, desde su genialidad o su locura, se sabe al margen del mundo, lo que le permite ejercer una lucidez sin rubor. Este acercamiento al artista ruso no es casual. Casi toda la obra posterior a Los cuadernos del destierro, es una reflexión y una confesión acerca de la actitud del outsider y una constante puesta en escena de su proceso de renuncia. Así, leemos en Memorial:
Todo el arrasamiento ha sido para desplazarme, para vivir en otra articulación.
Me aparté/ (simplificando dédalos/ en un no)/ pero ahora el rechazo/ tiene una ardiente lucidez:/ es el único camino.
Esta fascinación por quien busca alejarse de toda rutina es más explícita en las Conversaciones, donde las correspondencias son casi literales. El poeta norteamericano ejerce otra manera del ser místico. Es el hombre que celebra el cuerpo y el mundo, en una actitud panteísta que ha sido ya suficientemente comentada. A Cadenas le interesa más el Whitman cotidiano, el que prefiere el habla común y los temas cotidianos que el lenguaje primoroso y la profundidad literaria. En Conversaciones leemos:
No se trata de agarrar el lenguaje por el cuello y obligarlo a producir hermosos resultados. Yo no quiero hermosos resultados, quiero resultados, honestos resultados: expresión, expresión.
En Intemperie, leemos:
Que cada palabra lleve lo que dice./ Que sea como el temblor que la sostiene./ Que se mantenga como un latido. No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es./ Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad./ Seamos reales./ Quiero exactitudes aterradoras. Tiemblo cuando creo que me falsifico./
También comparte Cadenas con Whitman un sentido del oficio del escritor, del compromiso de la literatura con la vida. Estas líneas de Whitman pueden ser atribuidas al ars poética del poeta venezolano:
Nada encuentro en la literatura que sea valioso simplemente por su cualidad profesional.
En Literatura y vida, leemos:
La literatura, como todo lo que el hombre realiza, es un «además», algo que se levanta sobre lo que ya existe.
En cuanto a las traducciones de los poetas polacos, recordemos las varias entrevistas donde Cadenas confiesa su admiración por Czeslaw Milosz y por gran parte de la poesía escrita en ese país. Cabe advertir que después de 1945, los poetas polacos descubrieron las crudas relaciones entre el verdugo y la ideología, entre los asesinos y los sistemas filosóficos que le servían de sustento. En ese territorio, y rotos todos los esquemas acerca de la belleza, la poesía polaca tuvo que dar cuenta de los firmes objetos de los que habla Cadenas en un verso, más allá o más acá de la lírica pura. Esto se hace evidente tanto en la selección como en las versiones que iluminan este libro.
Podríamos encontrar más correspondencias de las que hemos señalado. Como consecuencia de una lectura detenida, valdría proponer dos cosas. Una, la traducción como ejercicio de la máscara, lo que permite la puesta en escena de materiales que incumben al interés del autor, en una suerte de ampliación de las posibilidades del heterónimo. Y dos, registrar en esas traducciones un ars poética general que tendría como norte los siguientes elementos: el sentido místico e intenso de la vida, el compromiso del escritor con su oficio, el deber decir desde los registros del habla y la fascinación por la flor real antes que por «la ausente de todos los ramos».
Poesía, poder y utopía
Muchas son las cosas que le debemos a Platón. La prolongada discusión acerca de la belleza, el sustrato filosófico del discurso amoroso, las maquinaciones contra la sociedad abierta de las que habla Kart Popper(1) y la invención de Sócrates, el primer personaje novelesco. Pero entre los temas que nos refieren sus obras, hay dos fundamentales que todavía nos ocupan: el asunto de las difíciles relaciones del escritor con el Poder y el asunto de la Utopía.
Como sabemos, Platón excluye al poeta de la República por falsificador, en tanto que la especulación de su arte propone la creación de entidades que son reflejos de la realidad, que a su vez es manifestación tangible de la Idea. En su constante creación de espejos (que es lo que quiere decir especular) esa representación a la doble potencia hace burla del ejercicio del pensamiento filosófico y corrompe la pureza de la Idea. A pesar de esto y desde entonces, el escritor ha variado sus maneras de relacionarse con el Estado. Durante siglos, el poeta cantaba al Príncipe o desde sus salones. A partir del ocaso del Príncipe, como bien lo supo Baudelaire, los productos estéticos del poeta comenzaron a ser una mercancía más, que debía competir en igualdad de condiciones con el resto. Ese sentimiento que atraviesa toda la modernidad es la verdadera exclusión de la República. Es ésa la llama que ilumina al movimiento romántico, que supo convertir al arte en sucedáneo del inmenso hueco que dejó en el alma de Occidente la muerte del sentido religioso que la sociedad premoderna supo calmar, en la misma medida en que la muerte histórica del Príncipe significaba la muerte de Dios en la Tierra. Que no otra cosa es la discusión de la filosofía en la modernidad, a saber, el desplazamiento del sentido ontológico hacia la estética, con el agravante de que los artistas, más preocupados por la abstracción, convirtieron el ejercicio cotidiano del arte en meras muestras de la búsqueda de ese Absoluto. Los innumerables manifiestos que leímos con fruición hasta casi finalizar el siglo XX son su herencia: programas que el romanticismo nos regaló, en busca de la belleza abstracta a cuyo arbitrio debían someterse los objetos estéticos concretos.
El romanticismo, lo sabemos gracias a Isaiah Berlin(2), tiene sus raíces en el pietismo, una respuesta alemana a la Ilustración, pura racionalidad filosófica ante el ocaso de los dioses. El romanticismo es la exaltación del espíritu individualista y del idealismo, del ansia de libertad, de la angustia metafísica, de la evasión y del nacionalismo. Ante la muerte de los valores absolutos de la estética clásica y ante el fortalecimiento de los idiomas nacionales en Europa, el espíritu romántico nacionalizó la reflexión acerca del arte, tomando dos direcciones opuestas: una conservadora, expresada en la nostalgia por los antiguos valores (como en España, por la monarquía, la defensa de la religión y el rescate de los ideales caballerescos), y la otra liberal, expresada en la rebelión frente al antiguo régimen (como en Francia, con su apuesta por el republicanismo, el anticlericalismo y la exaltación de los ideales democráticos). Ambas posturas se expresan abiertamente en la América del siglo XIX, en pleno proceso de la formación de los proyectos nacionales.
El romanticismo es la continuación en clave moderna de la propuesta platónica acerca de la Utopía, entendida ahora como el sitio a donde se puede regresar o hacia donde debemos dirigirnos. Ante la desaparición de todo sucedáneo de la República Ideal, la Utopía está relacionada con el pasado o con el futuro, nunca con el presente. Metafísica al fin, la Utopía huye de la realidad en la misma medida en que la Estética huye de los objetos artísticos. Habla del futuro de la humanidad, no de los hombres reales del presente. Propone el rescate del proyecto, de la Idea, en detrimento de los fulgores cotidianos. La Utopía es el refugio romántico ante la pérdida del sentido de lo sagrado, es el remake de la metafísica en clave racional.
En nuestro continente, el romanticismo tiene que ver no ya con el fortalecimiento de la lengua, sino con el nacimiento de las nacionalidades, como queda dicho. Son románticos nuestros proyectos nacionales, nuestra guerra de independencia, el tamaño marmóreo de los héroes, atravesados de pecho a espalda por las meditaciones acerca de la Utopía que en la modernidad arrancan con Rousseau y que todavía consiguen pasto para sus llamas. Es romántica nuestra literatura épica, el costumbrismo y el criollismo. Somos románticos sin querer saberlo, atareados como estamos en buscar familiaridades estéticas con horizontes culturales que no nos pertenecen. Por eso hay que ser prudentes cuando se afirma que Andrés Bello es un poeta neoclásico. No puede serlo en puridad quien describió los colores y la fibra de nuestra zona tórrida. No puede serlo quien nacionalizó nuestra poesía, cuando la increpa en los versos tiempo es que dejes ya la culta Europa, que tu nativa rustiquez desama. No puede serlo quien planteó en el prólogo de su Gramática para uso de los americanos la necesidad de cuidar el castellano de América, ante el riesgo de repetir la historia de la decadencia del latín y la posterior caída de Roma.
En los tiempos que corren, los conservadores y liberales románticos no vacilan en proclamar sus relaciones con el Poder y su pasión por la Utopía. Viven su fascinación por Siracusa(3), repitiendo en sus postraciones y aplausos la historia de las visitas de Platón al tirano Dionisio. Ante la angustia existencial y espiritual que supone sentirse excluidos de la República, no dudan en difundir y fortalecer sus relaciones con el Rey Filósofo. Ambos se necesitan con ardor y establecen su relación simbiótica. El Rey necesita el aplauso de los intelectuales, en el supuesto de que esta casta esclarecida no puede equivocarse en sus apreciaciones políticas. Al mismo tiempo, el intelectual que se siente excluido de la República desde la muerte del Príncipe, necesita ahora del Rey Filósofo, en tanto que tal reconocimiento significa el retorno al Paraíso Perdido, representado ahora en la Utopía misma. Por esa vía, además, vive la ilusión de que sus productos ya no son mercancías y descansan sólo en su fortaleza estética. De allí el empuje que viven los aparatos paralñterarios como los reconocimientos y las editoriales. Quien no confiese y reafirme constante y públicamente su lealtad, sencillamente no existe. Ése es el origen de las precisas persecuciones que en la modernidad ha sufrido el pensamiento independiente en todas las latitudes políticas. Ajmátova, Pushkin, Pound, Rushdie. Padilla y ahora Raúl Rivero. La lista puede seguir.
Nada de esto es nuevo. Quizás el necesario reconocimiento del espíritu romántico en nuestro modo de imaginarnos como país tenga que ver con la ausencia de reflexiones al respecto. Ensayaremos una. No es que no hayamos padecido tales perturbaciones. Sucede que no las hemos vivido con la necesaria profundidad. Si en algún futuro nos detenemos a leer nuestra literatura, encontraremos que hay allí más proyectos de país que en las agobiantes constituciones. Hay proyectos en Andrés Eloy, en don Mariano. En Gallegos y en Bernardo Núñez. En Pocaterra y en Briceño Iragorry. Con matices, con diferencias. Pero hay utopías. Acostumbrados aún a ver árboles en lugar de bosques, acostumbrados a yugular nuestra historia literaria en función de cánones europeos, interesados como estamos en ser modernos, hemos sido incapaces de asumir nuestra modesta historia literaria, olvidando que para ser modernos no es suficiente con colocarnos como pares con otras literaturas, sino que es necesario conocer la labor de nuestros padres literarios, en una lectura que vaya más allá de los muy evidentes valores estéticos.
Así lo entiende Mariano Picón Salas en el conocido ensayo Ciclo de la moderna poesía venezolana(4). No es gratuito que el maestro entienda la modernidad literaria a partir del Darío lector de la poesía francesa y coloca a Pérez Bonalde como continuador criollo de la tradición original, la que viene del romanticismo inglés y alemán. Pero, y esto es importante, además de puntualizar el lujo verbal del nicaragüense, conecta los colores negro y amarillo con el venezolano, cuya poesía se realiza también como afán naturalista, como diálogo del hombre con el mundo exterior y con su destino, más allá del deslumbrante paisaje de los trópicos y la epopeya agraria de Bello y sus continuadores. Pérez Bonalde no es romántico sólo por su conocimiento de los escritores alemanes y de lengua inglesa, incluyendo a Poe. Pérez Bonalde es romántico porque escribe en clave venezolana su poesía, alabando la magia que toma/ hasta en labios del tosco marinero/ el dulce son de mi nativo idioma.
Pero no toda nuestra literatura es romántica, en el sentido que hemos explicado. Existe aquella que ha optado por vivir a la intemperie y ha sabido asumirse sin atender los cantos de sirena de cualquier utopía, aceptando con dignidad su condición de exilio de los siniestros y modernos palacios de la impostura y que ha aprendido lentamente a cantar y contar los terribles tiempos de indigencia que nos han tocado vivir. En esa búsqueda no siempre feliz, la poesía se cuida de la nieve de la que nos habla Eugenio Montejo, no sin ironía: Nuestro viejo ateísmo caluroso/ y su divagación impráctica/ quizá provengan de su ausencia,/ de que no caiga y sin embargo se acumule/ en apiladas capas de vacío/ hasta borrarnos de pronto los caminos.
Y también están los otros, los neutrales, para quienes la poesía están más allá de toda quimera ideológica, metafísicos para quienes el hecho estético sigue siendo una expresión cálida del Espíritu. Románticos furiosos, todavía a la usanza de Teophile Gautier y su l'art pour l'art, están personalizados en el Hendrik Hoefgen del Mephisto, de István Szabó, quien en uno de sus diálogos finales en la voz de Rainer María Brandauer, se lamenta: ¿Qué quieren de mí? Yo sólo soy un actor.
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(1) La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona, Paidós, 1981.
(2) Las raíces del romanticismo. Madrid, Taurus, 2000.
(3) Como lo afirma Mark Lilla en su artículo «La seducción de Siracusa», revista Letras Libres, México, marzo 2004.
(4) En el prólogo a la Antología de la Moderna Poesía Venezolana, de Otto D´Sola. Caracas, Monte Ávila Editores, 1984, dos tomos.
Primo Levi. Trilogía de Auschwitz. Traducción de Pilar Gómez Bedate. Prólogo de Antonio Muñoz Molina. Barcelona (España), E
Después de Auschwitz, escribir poesía resulta bárbaro, y este hecho corroe aun el pensamiento que dice por qué hoy se ha vuelto imposible escribir poesía. La conocida frase de Adorno adquiere mayor espesor al leer los tres libros más conocidos de Primo Levi y que El Aleph ofrece ahora en un solo volumen.
Escritos al final de la guerra, el autor da cuenta de los días que siguieron a su captura en Italia, su traslado a Auschwitz (enero, 1944), su breve y doloroso paso por el Lager y su liberación (Si esto es un hombre), su intenso viaje por Polonia, parte de Rusia, Rumania, Hungría, Austria, Alemania, hasta Turín, su ciudad natal (La tregua), y sus posteriores reflexiones acerca de toda su feroz experiencia (Los hundidos y los salvados). En una escritura distante, como si los hechos le ocurrieran a otro, repasa sin odio y sin rencor su experiencia en los días finales de la última gran guerra, los más atroces de la historia europea contemporánea.
Si su primer libro (1947) se convierte en uno de los más importantes títulos publicados en Europa en el siglo XX, los posteriores apuntalan su reconocimiento en territorios distintos a los de la literatura autobiográfica. Hannah Arendt echa mano de sus testimonios cuando habla acerca de la banalidad del mal y Giorgio Agamben ilustra su concepto de Homo sacer y de biopolítica a partir de estas lecturas, que ponen en vilo conceptos elementales de la vida en sociedad: la política, la ética, la estética, la solidaridad, el papel de los intelectuales, el valor de la mera vida humana). Al tocar con gravedad los cimientos mismos, este título es mucho más que un libro de testimonios.
«Escribo aquello que no sabría decir a nadie», confiesa Levi en una línea. Lo hablado no sabe declarar lo sufrido. Sólo la distancia y la escritura pueden hacerlo, antes de que la vida se convierta de nuevo, por nuestras torpezas, en un infierno. Imprescindible en los actuales momentos políticos del mundo y de nuestro continente, la obra de Primo Levi se levanta como uno de los más humanos y amorosos testimonios contra cualquier intento de olvidar el Mal, sin querer hacer de su experiencia una llaga dolorosa o un espacio para la queja perpetua e improductiva.
Esta edición está acompañada de un luminoso texto de Antonio Muñoz Molina, quien ha sabido agradecer también esta lectura en su novela de novelas, Sefarad.